Hoy en mi clase de 2º de ESO, durante un examen, he tenido una pequeña discusión con un alumno. Él no había escrito ni una línea en la hoja que le había entregado y se encontraba evidentemente aburrido. Yo le había animado a que, si no sabía las preguntas, me contase alguna cosa interesante, pero él no encontraba motivación para hacerlo. Luego le he llamado la atención por bostezar y estirarse de forma pública y notoria, y lo he hecho en voz baja y en privado, para no molestar a sus compañeros. Le he explicado que eso es una falta de educación y que es una convención social aún en uso la de intentar reprimir el impulso de abrir la boca y mostrarla sin recato, salvo en la intimidad del hogar. Él no estaba de acuerdo e insistía en un cansancio, que yo no podía verificar, y volvía a mostrar su campanilla de una forma tan notoria y ostensible que todos los compañeros que le rodeaban se pusieron también a hacerlo en un acto que mostraba por un lado el repudio a la intervención del profesor y por otro un apoyo a la mala educación del alumno. Finalmente, a pesar de que el asunto estaba claro, decidí pensar que la epidemia se estaba extendiendo de forma natural por efecto del contagio e intenté cortar con tan negativa dinámica y salir por la tangente, solicitando que continuara el examen en silencio.
Luego he pensado en lo sucedido y he llegado a la siguiente conclusión: Los profesores ya no podemos enseñar educación. No nos dejan. Tampoco podemos enseñar compostura. Cuando yo reclamo a mis alumnos que cambien su posición sobre el pupitre o que pidan permiso para levantase del asiento o no les doy permiso para ir al baño, me miran como alucinados, como si estuviera traspasando un código de usos intangible y limitando su derecho a estar sentados o tumbados o a moverse libremente en el contexto de la clase. Los derechos, la libertad, se garantizan como es lógico en todo estado democrático, pero no se crea el contrapeso necesario de unas normas de educación o de conducta que se hagan cumplir siempre, sin excepción, porque es bueno que se cumplan, ni una disciplina eficaz, que pueda reprimir su incumplimiento.
Si ésta es la situación en nuestras clases se entiende que haya otros muchos problemas derivados, sobre todo si el saber no es divertido ni interesante, ni está prestigiado socialmente. Cambiar este estado de cosas resulta muy difícil, exige un acuerdo social que es dudoso que una España llena de trincheras ideológicas sea capaz de aceptar en algún momento y unos políticos perspicaces que sepan ver los problemas reales y que intenten acordar con los demás unas medidas que sean capaces de resolverlos. Como nada de esto existe, tendremos que conformarnos.
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