Hoy es 23 de febrero. Una fecha trascendente en nuestra historia en la que unos reaccionarios del ejército y una trama civil, poco conocida aún, intentaron un golpe de estado que, al final, no pudo imponerse al sistema político que combatía: el mismo sistema desgastado y corrupto que ahora en 2013 criticamos, el sistema de partidos que acababa de instaurarse en España y que llamamos democracia.
La democracia, nuestra naciente democracia de entonces, resistió el embate gracias al rey, a Europa y al apoyo que le brindaban nuestra sociedad de clases medias. Sin embargo, los héroes de aquel evento no fueron en realidad verdaderos demócratas y sí dos hombres de la transición, dos personalidades que hicieron carrera con Franco y que aceptaron la necesidad del cambio que el rey proponía e impulsaba. Ellos fueron el ariete contra el que se estrellaron los golpistas, el símbolo de la nueva democracia, la cara de la dignidad frente a la cruz de la fuerza salvaje de las armas.
Yo no era partidario de Suárez. Procedo de una familia republicana que perdió todo su patrimonio por la guerra civil y que supo algo de la cruel humillación que ejercieron los vencedores sobre los vencidos. Tal vez por eso asistí a la retransmisión de lo sucedido en la Carrera de San Jerónimo pensando que una vez más me daban gato por liebre. No era posible, pensaba, que mis héroes, los valientes luchadores de la izquierda, los que habían desafiado las cárceles de Franco y las torturas de la brigada político social se hubiesen escondido bajo sus asientos. Su actitud me recordaba la ilustración de mi libro de texto con los diputados de la primera república saltando por encima de sus asientos del hemiciclo de las Cortes y un comentario que decía: “Los diputados huyendo vergonzosamente durante el golpe de estado de Pavía”.
Ahora, sin embargo, transcurridos ya más de 30 años desde aquello, después de leer a Javier Cercas (“Anatomía de un instante”), he cambiado de opinión. Ahora acepto las insuficiencias de mis líderes de entonces y agradezco a los dos héroes del 23 F que tuvieran los arrestos y el corazón suficiente como para mirar de frente a las balas. Aunque nunca he creído en la dictadura del proletariado, yo tenía entonces mi alma ocupada por la simplista máquina maniquea del sectarismo. Sin embargo ahora, cuando la experiencia ha iluminado mi pensamiento, cuando ya ha pasado el tiempo de la venganza y una crisis bestial lo invade todo, cuando el país demanda profundizar la democracia, la prioridad es para mi la de desarrollar el sentido de la participación y del respeto por la autoridad libremente elegida. Para ello hace falta diálogo y CONSENSO. No podemos permitirnos la burda discrepancia sistemática y la ofensa a la inteligencia (y a las leyes de la economía) de las simplistas proclamas de los partidos y sindicatos. Hacen falta líderes de verdad, como lo fue Suárez entonces, con fuerza e inteligencia para acordar con los contrarios, y una ley que no se imponga por la fuerza y sí por un verdadero consenso entre los partidos mayoritarios. Hacen falta nuevos héroes y un impulso por nuestra parte.
Dejar las cosas como están es dejar los graves problemas que padecemos hoy sin solucionar. Para solucionarlos unos buscan la revolución y otros pedimos el consenso. La mayoría, creo, preferiría un nuevo consenso profundo y verdaderamente democrático. Hay que pedir el consenso.
Dejar las cosas como están es dejar los graves problemas que padecemos hoy sin solucionar. Para solucionarlos unos buscan la revolución y otros pedimos el consenso. La mayoría, creo, preferiría un nuevo consenso profundo y verdaderamente democrático. Hay que pedir el consenso.
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