Carlos Rodríguez Mayo
Hoy han venido al instituto los niños del colegio a cantar las marzas. Acompañados por sus profesoras, en fila de a dos, luciendo el babi uniformizador y con algún aparato de maquillaje y pintura en sus caritas pintadas, componen un gracioso conjunto que es recibido cada año con sonrisas por la dirección en el hall del centro. Hasta aquí todo perfecto. Luego, se disponen a cantar y unos pocos son introducidos por el director en conserjería para que nos hagan partícipes a través de la megafonía de su alegre canto infantil. En ese mismo momento en el que unos explicaban la proporción aúrea, otros las ecuaciones de segundo grado y otros el pensamiento de Hegel, todo se interrumpe para escuchar la interpretación de las marzas.
No sé la opinión que merece a los alumnos y a los padres el anual acontecimiento (la historia ya tiene más de 10 años). Sé que sólo son cinco minutos, pero el hecho de obligarnos a escuchar me parece un acto autoritario y un ataque en toda regla a la línea de flotación del sistema educativo. Con la proliferación de simulacros y con interrupciones como la que motiva este artículo se deja claro que la prioridad ya no está en las clases, que hay una esfera exterior que entra cuando quiere en nuestras aulas, a veces con justificación y a veces sin ella, de forma descontrolada, y que no hay nada que defienda nuestra difícil y desprestigiada labor de enseñar y de aprender.
Eso sí, mientras pasan estas cosas, hay peleas en el recreo. Sin embargo de eso no se nos informa ni por megafonía ni por escrito ni con un comentario personal en el pasillo. Es materia reservada...
Yo he cantado las marzas durante dos años (cuando estaba en el parbulario) y, Carlos, te puedo asegurar que la ilusión con la que acuden esos niños a cantar no se compensa con 3 o 4 minutos de interrupción de clase. Es cierto que se fastidia la clase, que se pierde el ritmo, pero los niños al fin y al cabo son niños y no tienen la culpa. La culpa puede ser del equipo directivo, que la verdad, el momento más adecuado para que los niños manifiesten toda su ilusión, sería en uno de los dos recreos o en un cambio de clase.
ResponderEliminar¡Un saludo!
Si no recuerdo mal, Freud denominaba a esa puerta por la que se nos cuela "lo extraño" en nuestra vida cotidiana con el término alemán "Umheimlich", y yo entiendo que el que esos cánticos por megafonía le pillen a uno un tanto de sopetón y puedan alterar su clase no le guste.
ResponderEliminarLa verdsad es que a mí, personalmente, no me importó demasiado, pues, por su duración se puede decir que la interrupción fue algo meramente testimonial, casi como la interrupción que podría ocasionarse por la presencia en clase de un moscón enorme que rápidamente, después de algunas piruetas, nos abandona por una ventana abierta.
Y resulta que, como tuve ocasión de ver a los niños del colegio "Juan de Herrera" vestidos de montañeses (y también a alguna de sus profesoras)antes de subir a clase, he de decir que el espectáculo fue pintoresco y quizá habría merecido la pena que los alumnos hubiesen tenido la oportunidad de ver y oír a los niños que nos visitaron en condiciones adecuadas, al menos durante un ratito.
Será perder algo de clase, sí, pero hay cosas en la vida que merece la pena verlas, aunque sea por unos instantes.
Piense, por ejemplo, en Revilla: si hubiese estado allí y hubiese visto a toda esa juventud vestida como montañeses, cantando canciones tradicionales y ensalzando la idiosincrasia de la región, se nos habría corrido del gusto...
Freud denominaba a ese hueco por el que se nos cuela "lo extrano" en la vida cotidiana con el término alemán "Unheimlich". Eso fue un poco lo que pasó con ese canto infantil emitido por megafonía.
ResponderEliminarLa intervención de los niños del "Juan de Herrera" fue sin emargo tan breve que se asemejó a la distración que puede ocasionar en clase el vuelo de un enorme y gordo moscón que, tras hacer varias piruetas, abandona las dependencias por la primera ventana que encuentra abierta para irse a tomar el fresco.
Pienso que los alumnos de nuestro centro deberían haber tenido la oportunidad de presenciar y oír las marzas que cantaron aquellos niños en condiciones, no sé si en el recreo o en otro momento de la mañana, pues la vida nos regala a veces oportunidades que son únicas o tan importantes (o más) que lo que pueda estudiarse en un libro de la escuela.
Y ¡qué exaltación de "La Tierruca" ¡Todos los niños con esos trajes montañeses! ¡Y hasta alguna de sus profesoras!
Imagíno que si hubiera estado allí Revilla ante esa estampa tan patriótica, con las nuevas generaciones de mozos en pleno canto tradicional, se habría corrido del gusto. Eso sí, lo habría sentido por las limpiadoras porque luego les tocaría probablemente a ellas pasar la fregona.
¡Un saludo!
Bogomilo, Bogomilo... Sostén esa lengua...
ResponderEliminarHablando en serio, es atinada la imagen del moscón. Ese bicho que nos mete el director en cada clase y que rebota contra las paredes sin sentido ni control. Un moscón, eso es. Está muy bien.
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