domingo, 6 de febrero de 2011

Una lección de historia y cuatro recetas para vivir en democracia

Carlos Rodríguez Mayo
Un conocimiento superficial de Historia Contemporánea permite diferenciar en toda democracia liberal de nuestro tiempo (régimen parlamentario y constitucional con reconocimiento de la soberanía nacional o popular, de la división de poderes y del sufragio universal) dos tipos de partidos o de ideologías: los de derechas (de inspiración liberal o democristiana), representados en la España actual por el PP, y los de izquierdas (de carácter socialdemócrata), representados en la España actual por el PSOE, que debaten, sobre todo, acerca del nivel de intervención del estado en economía y que deciden en el poder sobre la cantidad de impuestos que pagamos y sobre cómo se gastan estos. Ambas opciones, (expresadas en forma de dos o de 50 partidos) resultan absolutamente imprescindibles para que la soberanía se exprese a través del voto.
Además, en los siglos XIX y XX, el marxismo con su lucha de clases hacia la dictadura del proletariado (que conduce hacia el comunismo de Lenin, Stalin, Troski o Mao) y el fascismo de Musolini, Hitler y Falange introducen comportamientos antidemocráticos y se convierten en enemigos irreconciliables de extrema izquierda y extrema derecha, a pesar de mantener entre ellos elementos de semejanza evidentes como su carácter totalitario (partido único) y su muy fuerte intervención estatal en economía.
En España, después de la transición política a la democracia desde un régimen fascista, los comportamientos de extrema derecha quedan adheridos al ala derecha del PP, y el ideario marxista se convierte en el rasgo diferencial del Partido Comunista, que manda en Izquierda Unida, y en el patrimonio político del ala izquierda del PSOE, que continúa rindiendo culto a Largo Caballero, el Lenin español, hasta el día de hoy.
Todo esta larga introducción se me hace necesaria para intentar sugerir que en los comportamientos de PSOE, del PP y de IU hay una mezcla indeseable de democracia y dictadura y que resulta conveniente saber distinguir entre una y otra para no caer, sin darnos cuenta, en extremismos antidemocráticos. Por eso, y especialmente en este tiempo, me parece que resulta cada vez más necesario explicar qué es democracia y qué no es. Ahí van algunas sencillas recetas para entender en cuatro palabras lo que digo.
Son hábitos poco democráticos, por ejemplo, el no participar o escaquearse cuando hacen falta candidatos a delegado de clase, a jefe de escalera, al Consejo Escolar o a director, si uno se siente competente para desempeñar dichos cargos; no es democrático el que transgrede las leyes y las normas, democráticamente producidas, o deja de aplicarlas en algún caso, aunque no se esté de acuerdo con ellas por estar en minoría; es antidemocrático evitar el consenso, cuando éste es posible, y convertir al contrario en enemigo; no asumir los compromisos, libremente contraídos; ver sólo la corrupción en el partido contrario y justificar la personal o la del propio grupo; criticar por sistema a la autoridad y a los políticos y no ofrecer alternativa; conocer la corrupción y no denunciarla o seguir votando a un partido que la practica y no investiga ni sanciona a los corruptos; es contrario a la democracia el no aplicar los acuerdos alcanzados por mayoría en los órganos pertinentes o creer que en un conflicto el bien está sólo de un lado y el mal justo en el otro...
Frente a los que pecan o pecamos, a veces queriendo y a veces sin querer, de todo esto, los demócratas perciben que la democracia es participación, que es obra de todos, que es frágil (como lo demuestra la facilidad con que llegaron al poder Lenin o los fascistas y los nazis) y que se debe de luchar cada día con la voz y con el voto para evitar la tentación autoritaria. La democracia es el único sistema político que nos permite ser libres... La palabra es democracia y el silencio: dictadura.

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