jueves, 28 de junio de 2012

Respetar el honor de los otros

Carlos Rodríguez Mayo
Me dicen algunos compañeros que piense en las heridas que se producen por las opiniones vertidas en este blog. Les contesto que este blog es una revista de opinión y que su virtualidad es esa, la de expresar pensamientos, críticas o desacuerdos personales acerca de lo que pasa al lado. Me dicen que no conviene que se vea una división entre el profesorado tan notable como la que yo trasluzco en mis comentarios y yo les digo que es mi opinión la que aparece y que yo tengo derecho a expresarla, aunque sólo sea mía, para poder convencer con mis razonamientos, para poder explicarme y para que otros puedan hacer lo mismo (y vuelvo a repetir la cantinela de que el blog está abierto a todos para que todos transmitan su opinión firmada y responsable al respecto de lo que sea) y les digo que no entiendo por qué hay que esconder lo que se piensa, por qué conviene callarse cuando uno no está de acuerdo, o por qué tiene uno que conformarse con decir lo que corresponda a quien corresponda y no hacer público lo que es público para que todo el mundo se entere de lo que pasa.
En una sociedad democrática es necesario una escuela que enseñe a expresar en público las cuestiones que son públicas, y hacerlo en una revista es algo que tiene una antigua tradición. En una sociedad democrática la discrepencia no es casi nunca la contraposición entre verdad y mentira, sino más bien la contraposición entre dos visiones diferentes y muchas veces complementarias de la misma cuestión, de manera que expresarlas es bueno y saludable, si uno parte de la idea de que el que piensa diferente no es un enemigo, y sí es alguien que pretende resolver los problemas contigo o junto a ti. 
En el ejercicio de la libertad de expresión hay siempre muchos riesgos y yo los he asumido desde el principio. Uno de ellos, el principal, es el de ofrecer opiniones y argumentos que no gusten, informaciones o descripciones de hechos en los que alguien pueda resultar malparado. Es evidente que estos problemas previstos exigían de mi y de cualquiera prudencia y moderación. Al respecto he de decir que, aunque tal vez en alguna ocasión haya podido equivocarme, he luchado contra el error, utilizando sólo una herramienta: el rigor. Pensé que estaba preparado para ésto y lo hice. Sin embargo, para lo que uno no estaba preparado es para el festival de descalificaciones que he recibido recientemente por dirigir el producto que están leyendo ustedes. A todos los que han llenado mi nombre de adjetivos calificativos les he intentado contestar con la palabra, intentando controlar el impulso de pagarles con la misma moneda. Afortunadamente he conseguido no exaltarme. La ley protege nuestro nombre y nadie debería poder transgredirla sin coste. En un país verdaderamente democrático el que desafía la ley sufre las consecuencias con la sanción legal correspondiente y sufre, además, la represión de la comunidad que muestra su desagrado apoyando a la víctima y repudiando al transgresor. La ley en una democracia es el resumen de la decencia colectiva, el resultado final de un antiguo pacto, el que se produce en el contrato social que está en el origen del poder. En España, sin embargo, transgredir la norma es para muchos un orgullo que se jalea publicamente. Este desprecio por el imperio de la ley es sólo un síntoma de lo poco que valoramos el sistema democrático. Cuidar las formas, en el sentido antedicho, por lo tanto, no es sólo una muestra de educación elemental, es también un signo de cultura democrática. A todos nos cuesta elegir bien las palabras y no llegar con ellas demasiado lejos. Los que no lo hacen siembran la democracia de explosivos que nos sorprenden y nos asustan con sus detonaciones. También los que lo jalean o admiten que suceda como algo que está en la lógica del sistema colaboran en desprestigiar el ejercicio básico de la democracia que pretende ejercitarse en este blog: el ejercicio libre del debate y del contraste de pareceres.

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