domingo, 16 de junio de 2013

Excesos pedagogistas

Carlos Rodríguez Mayo
Un artículo, publicado la semana pasada en el Diario Montañés por Miguel Ibañez, ha provocado una reacción, que ha tomado la forma de un rumor insistente y monocorde que circula por las salas de profesores y por las cafeterías de nuestros centros. Aunque este rumor todavía no ha producido textos escritos, que yo sepa, su contenido tiende a cultivar la idea de que los que desempeñan cargos públicos, como Miguel en el CEP, deberían inhibirse en la crítica de las teorías pedagógicas al uso. Este vulgar cotilleo me resulta preocupante. La censura, el silencio impuesto, es todo lo contrario a lo que yo defiendo. Para mi, toda reflexión escrita es una bendición que nos permite saber, entender. Por eso y porque no puedo dejar de apoyar a los que discrepan y asumen planteamientos semejantes a los míos, no quiero pasar del tema y callarme. Miguel escribe, hablo de memoria, en contra de los excesos de la práctica constructivista. En eso, me parece, hay que darle alguna razón. Recuerdo, por ejemplo, a un cargo político que llegó a establecer “que las clases magistrales estaban prohibidas” y cómo se llegó a legislar la obligatoriedad del “constructivismo”, que es una teoría pedagógica y no una verdad oficial.
Para mi, lo peor de estos excesos se relacionaba con el descrédito de lo teórico, de lo científico, que la intromisión de la prioridad pedagógica introducía. La extensión de la metodología de la tormenta de ideas, por ejemplo, reservaba para el profesor el nivel de coordinador de un conocimiento intuitivo de la realidad que se suponía que tenía adquirido ya el alumno. El problema aparecía cuando el joven se sentía facultado para establecer una elucubración divergente a la del concepto impartido y porfiaba en su ocurrencia, despreciando los argumentos científicos que el adulto estaba obligado a comunicar. Otro problema era el de minimizar la importancia del conocimiento científico en el proceso de selección del profesorado y, en especial, en oposiciones, para primar de ese modo el criterio de la práctica didáctica. Así se privilegiaba a la experiencia frente a la competencia, cuando ambas se enfrentaban, así se prefería al interino iletrado frente al extraño opositor que sabía más y mejor del tema sobre el que se estaba juzgando.
A pesar de estos excesos, intentando matizar el contenido de lo escrito, no debería acabar sin decir que los CEP y sus metodologías activas han aportado lo mejor de todo el proceso de renovación de la enseñanza de los últimos treinta años. Sin embargo, pongamos las cosas en su sitio. Entre tantos cursillos inteligentes, entre tantas aportaciones válidas, se colaron muchos indocumentados, muchos falsos profetas que pretendían enseñarnos sin experiencia y sin sabiduría. Ha habido mucha propaganda, mucho trabajo sucio para intentar atacar la profesionalidad de nuestros compañeros más tradicionales. Muchas palabras huecas contra los apuntes y los subrayados en los libros. Nos hemos pasado de largo. Por eso yo no murmuro. Por eso yo dejo de lado el cotilleo y escribo, como ha hecho Miguel Ibañez, y lo hago aquí, para decir lo que pienso, con mi nombre y apellidos por delante.              

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