jueves, 27 de mayo de 2010

La otra emigración

Carlos Rodríguez Mayo
Además de los alumnos de 2º de bachillerato, también se van de la ría profesores muy antiguos, individuos de una especie en peligro de extinción que ha regado con su sudor diario, en la primera línea del aula, el límite de la marisma. Dos de ellos, Amalia y Alejandro, se marchan jubilados, o más bien jubilosos de llegar a los sesenta y de poder disfrutar de un privilegio que se acaba; los otros emprenden el vuelo a la busca de nuevos humedales: Roxana por razones que desconozco, Carlos López, empujado por aquellos compañeros que defienden las aguas sucias de este mal bilingüismo, sin corazón ni cabeza, y Miguel Ángel, presuponiendo que en su nuevo destino tendrá mejor aterrizaje. Todos tuvieron aquí su nicho ecológico y, cuando surgieron problemas, sintieron en sus propias carnes la política del silencio y el déficit de un apoyo necesario de los cargos directivos y de la Consejería de Educación. Todos, estoy seguro, hicieron su trabajo lo mejor que pudieron, formaron parte de nuestro paisaje, nos hablaron, nos enseñaron, nos animaron y aprendieron a acompasar su tiempo con las ruidosas bocinas del edificio. De entre ellos, además, Amalia y Carlos me ayudaron con su voz y con su voto. A todos los echaré de menos, pero a éstos, a los dos, me gustaría despedirles de una forma especial, aunque sólo se me ocurre repetir lo que ya saben: Que en su limpia trayectoria han demostrado que son mis amigos y que les quiero.

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